2º Día.

La memoria. Lluvia de día y de noche. La locura. Más lluvia.


En silenciosas borrascas de horizonte los relámpagos definían las temblorosas montañas distantes, la región que se extendía ante nosotros estaba inmersa entre nubarrones negros como brea caliente y tinieblas sospechosas. Venían tormentas sucesivas, el aire era frío y olía a piedra mojada.

Sobre el desierto se descargaba la tormenta, pesadas nubes grises de bordes deshilachados eran expulsadas desde el poniente con rapidez, rayos y relámpagos se desplegaban en su feroz libertad. En la lluvia las piedras sucumbían al agua, mojadas las rocas desnudas brillaban como peligrosas corazas, luego mil crujidos se oían de golpe, descargaba una cascada de sonidos resonantes que cubrían el aullido de la tempestad y los gigantes quedaban sepultados.

Comenzó a llover sobre nosotros y las primeras gotas de agua desaparecían rápidamente sobre la arena caliente y por entre las grietas de la memoria. La pesada tormenta aligeraba a nuestros pies, encogidos nos cubrimos con pellejos grasientos a medio curtir, abandonados allí quien sabe por quien, lluvia, cortina de agua al son que tocaba el viento, permanecimos quietos bajo la lluvia durante todo el día, inmóviles bajo la lluvia pertinaz y después granizo y todavía más lluvia. El tiempo se convirtió en un interminable repiqueteo de gotas de agua... y en el largo ocaso rojo las cortinas de agua allá en lo llano parecían balsas de marea de sangre primigenia. El sol se puso y no hizo luna y hacia el lado de levante las montañas no dejaban de estremecerse en un crepitar llameante hasta ser devueltas a la oscuridad y la lluvia siseaba en el ciego país nocturno.

Comencé a darme cuenta que mis harapos abrigaban menos cada invierno que pasaba. Después abrí los ojos y seguí allí tendido, mirando la brillante tela que cubría mis piernas sobre la que murmuraba la lluvia constante. El fulgor de la cercana hoguera agonizaba lentamente y llegaría casi a apagarse a no ser que le acercara las boñigas de camello que tenia entre mis piernas a cubierto de la obstinada lluvia.

Los guardias habían sido reforzados, aparecían como revelaciones de los rayos a distancias iguales a lo largo del perímetro.

Todo el universo se transformó en una noche sonora llena de aullidos, relinchos, ladridos, gritos y aleteos de búhos.

La noche fue fría y el tiempo empeoró al arreciar el viento; quizás era el momento apropiado para reflexionar sobre la locura, mientras con el paso de las nubes, se irisaban por el cielo crueles relámpagos, unos charcos de luz espesa, turbios y viscosos, resplandor que obligaba a mi alma a refugiarse en el centro de sí misma, y, exigía concentrar el pensamiento en una punta de llama aguda y penetrante como una hoja de hierro; de repente, como siempre ocurren las cosas, la lluvia comenzó a mermar y en la quietud, un largo trueno retumbo sobre nuestras cabezas y se extinguió como pasos olvidados en un tiempo vacío.

Las bestias salvajes de la región pronto se quedaron mudas, reinó en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.