3º Día.


La hedionda charca. Recogiendo los troncos. Nos secamos al sol. Tivio.


Por la mañana de ese día había dejado de llover, en el horizonte, entre las nubes sangrientas, la luna se aplaca, el sol triunfa, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de vieja lava. No se sabe cuál de los astros sube, cual desciende.

Los futuros muertos comenzaban a despegarse del suelo y dando tumbos sobre piernas entumecidas se arremolinaban y dispersaban sin sentido ni concierto. Parpadeando como pájaros formaban corros silenciosos en torno a los cadáveres mañaneros.

Ya se sabía, aunque nadie lo había dicho, los prisioneros que recibían un bastonazo sobre sus espaldas sin mediar palabra, eran los encargados de retirar los rígidos troncos de barro y llevarlos hasta el osario fuera del perímetro. El anonimato de los idos tenia una ventaja, nadie podía hablar de ellos, como habitualmente se hace, nos ahorrábamos decir las tonterías y estupideces sobre los meritos y las virtudes que siempre tienen los muertos. Allí solo contaba el número, tantos han llegado, tantos se han ido. La comida toca a más o a menos.

Había bebido tanta agua esa noche que al incorporarme sentí su peso bamboleándose en mis tripas, trataba de mantener el equilibrio cuando vi la llegada de otro huésped, contra su voluntad, apaleado y maltrecho, dos guardianes los empujaron y fue a caer de bruces en medio de una de las charcas, dándose un fuerte golpe en la cabeza contra una piedra, era mayor, de corpulencia considerable, rubio, de movimientos pausados, a las claras extranjero por la forma de llevar los andrajos, por el modo de adoptar poses y posturas, de las cuales diría, que eran de algún pueblo alejado, posiblemente hacia las Hespérides.

Irradiaba confianza y seguridad en sí mismo, le faltaba un ojo, que había sustituido por una pulida piedra de río. Eso hacia inevitable que al estar frente a él el no dejaras de mirarle esa opaca piedra sin iris. Él decía estar acostumbrado al modo en que lo miraban, sonreía y señalando su ojo bueno decía:
–Yo con este veo- y señalando la piedra –con este, sé que veo.

Me acerqué a él y le ayudé a levantarse. Tenía una brecha en la ceja, no parecía importante pero sangraba mucho.
-Es tan solo una pequeña herida.-le dije- intentaré acercarme a las rocas grandes, quizás encuentre telarañas para poder curártela a la manera de los barberos.
-No te preocupes, a los etruscos nos delata el pesimismo y la catástrofe -dijo Tivio con la voz serena que precisa la verdad.

Así fue como conocí a Tivio “el etrusco”. Se vanagloriaba de ser tuerto diciendo orgulloso que lo había perdido, siendo muy joven, en buena lid por una mujer que bien valía la pena.

-Estábamos –contaba- practicando con las armas unos jóvenes elegidos de familias importantes cuando ella paso cerca del campo y uno de mis compañeros dijo unas palabras que a mi oído resultaron ofensivas, le increpé y él haciendo bravuconadas movió su lanza corta hacia mí con tan mala fortuna que me quitó limpiamente el ojo. Ciego de dolor y rabia embestí como un buey con mi daga por delante y maté al imbecil de un solo golpe, ella vino a curarme, y teniendo en cuenta que yo de joven era tan ardiente como un tísico, le demostré rápidamente mi amor por ella. Así conocí a la que después fuera mi esposa, toda una mujer, la más viva y encantadora de cuatro hermanas, cuyos caracteres diferían mucho, la mayor era honesta, la segunda viva, la tercera melancólica, y la menor... no sé como era, nunca reparé en ella, porque era una niña.

Como la última columna de un templo en ruinas, Tivio se quedó silencioso y solitario allí, en medio de la nada, intentado recordar, pero los recuerdos son inciertos y el pasado que fue difiere muy poco del pasado que no fue. Se acercó a un pequeño montículo de piedras entre dos charcas y se sentó en él, cogió barro de una de ellas y se lo puso sobre la herida, en esa postura pensativa se quedó dormido, iluminaba el sol su rostro de cobre viejo. Mientras dormía sus movimientos eran como los de una lucha desesperada, despertó sobresaltado abriendo los ojos grandes como escudillas.
-¿Soñabas? Le pregunté. Me miró más calmado.
–Tal vez.- Dijo mirando al suelo.

El ciego parecía observarnos desde su rincón y en cuanto nos movimos, inclinó la cabeza y escuchó atentamente.
-Los hombres están hechos del polvo de la tierra.-Dijo Tivio.
-¿Es eso una parábola?
-No, es la pura realidad, sino mira a tu alrededor.

Aquello era una pestilente y humeante charca, todos estábamos uniformados por el color del lodo, despidiendo vapor como fetos recién paridos y en aquella quietud vaporosa era el momento ideal elegido por el ciego para rascase el sarro de entre los dientes como deleitándose después de un opíparo desayuno.

-Me caes bien.
-¿Porque?- Dijo Tivio, como si masticara la pregunta.
-Porque eres como la arena.
-Algo de cierto hay, no me quedo quieto.
-¡Sí!. Eres... como la arena, un emigrante de corazón tierno, viaja, pero siempre con la intención de volver. ¿Volverás algún día a tu tierra?.
–No te preocupes, ya verás, como en la vejez sonreiremos al pensar en la vida y en todo lo que ella encierra. ¿Y tu?...
-Yo... en una época fui un peregrino que no sabia si iba o venia... ahora, simplemente no me quejo.

Tivio se incorporó muy despacio, claramente dolorido, ante mis ojos lo descubrí, delgado y frágil, perdido dentro de sus harapos. Se quitó el trapo gris hecho jirones que llevaba por ropa, lo que algún día fuera una toga de lana blanca y quedándose en taparrabos se metió en una de las charcas más profundas, cogió agua fría con las manos y se restregó enérgicamente todo el cuerpo, podían verse claramente sus heridas y magulladuras por la paliza recibida; actuaba con entusiasmo como si un dios morara en su interior.

Salió de la charca y desplegó el enorme semicírculo de tela que llevaba. Y como quien se viste con la indumentaria reglamentaria para los acontecimientos más formales, acometió una ceremonia, un evento de tal magnitud que bien pudiera tomar el nombre de ritual, el rito de engalanarse: se cubrió el hombro izquierdo con una punta de la toga, dejándola caer hacia delante, hasta la cadera; a continuación, hizo pasar el borde recto por la nuca y por debajo del brazo derecho; luego recogió la masa de tela que queda abajo, arreglo los pliegues con cuidado de que quedaran ocultos los agujeros y desgarrones y echó el otro cabo por encima del primero, de modo que colgara por su ancha espalda. Finalmente se enlazó una cuerda a su cintura. Con esa envoltura estaba bien abrigado, y al mismo tiempo le proporcionaba un bolsillo espacioso a la altura del pecho.

Tenía ese aspecto de satisfacción del caminante que se sienta a la sombra de un árbol después de haber paseado al sol.
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