5º Día.

Niebla. Caminatas en círculos. Tornado.
Comida sabrosa. Luces palpitantes.


... aquella mañana no hubo sol, solo una palidez en la bruma. Estábamos en una caldera siniestra envueltos por un amanecer gris y pegajoso donde la niebla sabia a metal. Rodeado por seres surgidos de la nada y condenados al anonimato, mudos en si mismos, errando en círculos como mulas en la muela, pálidos de polvo en cantidad de cuatro manos, pertenecientes a ninguna época.

Aquella humedad grisásea, aquella luz filtrada, glauca y de un amarillo suave parecía brotar de una espesura marina. Anegaba con una capa uniformemente cálida las regiones inferiores de la planicie en la que estábamos; pero no duraría mucho, porque el desierto tiene la inteligencia de la sequedad, la tozudez de las moscas y sobre todo es rápidamente higiénico, al contrario que la selva, que se alimenta como las hienas de carroña, podredumbre y descomposición.

Tras los estremecedores sucesos de la noche anterior permanecíamos sumergidos en la humedad matinal, mortaja gris, a la espera de nada; sin embargo, algo se movía. Eran las primeras líneas de calor, el aire caliente, conocedor de su oficio, comenzaba a reptar.

Todos, prisioneros y guardias, mirábamos como a lo lejos, un gran torbellino silencioso se acercaba, silencio solo roto por una especie de aullido silbante que traía el viento caliente como gritos de rabia en su agonía.

Yo también pude ver esa cosa destructora pasar junto a mí dando tumbos como ebrio y disolverse entre los elementos de donde había surgido. Dijeron haber oído hablar de peregrinos que habían sido arrebatados hacia lo alto en aquellas absorbentes espirales para luego caer sangrantes y destrozados en el lecho del desierto.

No era una tormenta de arena de las que duran varios días, de las que no dejan respirar y con la arena que ciega, donde todo se detiene. Este era un viento grosero, soplaba y ululaba anticipándose al remolino que se precipitaba entre dunas onduladas serpenteando como reptil por los medanos con matojos y espinos resecos.

Alejándose en la llanura, primero fue el sonido y luego la forma disolviéndose en el calor que despedía la arena, hasta que fue un punto en el vacío y luego nada más. En mi estirado tiempo de vida, esta fue la única vez que vivía tal experiencia.

Cuando se recuperó la calma, nada se movía en aquel paisaje, todo mortal parecía ausente de aquellas comarcas solitarias, fue entonces cuando la falta de viento aumentó la sensación de desamparo que cargábamos y terminó por encoger el alma de los infortunados que allí estábamos, sufragando la única indignidad que habíamos cometido, el delito de estar vivos.

Hacia levante las montañas formaban un zócalo negro entre el cielo y la tierra, aquellas montañas se recortaban contra el cielo en sus menores detalles, un aire vivo animaba un poco nuestros espíritus, había quedado un cielo luminoso y como argentado, la fiesta del sol parecía extenderse sobre el horizonte prestando a los perfiles nítidos de aquellas montañas una especie de majestad.

En esta incierta espera, el llano vibraba a la luz estriada del crepúsculo. Los cuatro nos arrebujábamos junto al fuego cuando yo, para iniciar una conversación dije:
-Tengo mi opinión sobre el universo mundo y todo lo demás...

La conversación murió antes de nacer, un codazo de Hmada hizo que me callara y mi atención fue para donde él miraba. A distancia de una maza, vi aparecer una rata y como quien, disimuladamente, mira de reojo, permanecí quieto dejándola acercar para abatirla en un suspiro. Le di un puñetazo certero en la cabeza, que la dejo atontada.
-¡Bien!- exclamó el ciego, enardecido.

Tratándose de comida hasta los ciegos ven.

Hmada, rápido, la cogió del rabo y la aporreó hábilmente contra un pedrusco, rematándola, le clavó las uñas de sus dedos gordos y la abrió como si fuera una fruta madura, arrancó sus tripas y golpeándola con una piedra contra otra, separó la cabeza del cuerpo; lo, digamos, comestible, lo echó al fuego que rodeábamos, y el resto lo enterró en la arena.

Tivio no quiso comer, lo poco y duro que había para roer después de quitarle la piel chamuscada estaba muy sabroso, otra vez gracias a Hmada, que extrajo de entre sus ropas, no se sabe de donde, unos granos de sal que agregó al convite. Todo transcurrió en silencio y con movimientos suaves y pausados, no era cuestión de llamar la atención. Tivio una vez mas tenía razón, la muerte era vida que alimenta a la vida, en este caso con forma de pequeña ración.

Hmada se levantó y se perdió en la oscuridad en una de sus correrías nocturnas. El ciego dormía tan cerca del fuego que seguramente soñaría con el sol.

En noche ya cerrada fue como si las estrellas se precipitaran contra nosotros desde lo alto. Fugazmente aparecieron, nos envolvieron a Tivio y a mí un enjambre de luciérnagas titilando que giraban lenta y amablemente alrededor de nuestras cabezas, como inquiriendo preguntas infinitas sin contestar. Tivio me tranquilizó diciéndome que no me preocupara, puesto que eran almas de sus antepasados que de tanto en tanto lo visitaban para que comprendiera que no estaba solo en este mundo y que anhelaban con impaciencia el momento en que él también se reuniera con ellos.

Me invade una emoción contradictoria, una sensación, mezcla de aire frío de la noche y el calor que aún conservaba la arena en la que estábamos sentados. Viendo aquellas luces frías palpitando a nuestro alrededor, acudían a mi cabeza miles de preguntas sobre nosotros y nuestra pobre existencia. ¿El futuro, siempre el futuro? Vi el rostro de Tivio iluminado de un resplandor fantasmal, según la ubicación de las luciérnagas iba cambiando su rostro, cara por cara vi pasar las imágenes de cada uno de sus antepasados.

Al frente la luna blanca palpitaba con nuestros diálogos nocturnos.
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