Sin embargo, gracias a mi prodigiosa memoria, os puedo decir que soy Rohm, y en aquella época (después de Darío el Grande; Persia, 65 A.C.) conocí al ciego, a Hmada y a Tivio, y, ni me arrepiento ni los olvido.
Prólogo.
Recuerdo que...
...andaba, yo perdido, atrapado por la soledad, ya nada podía salvarme, vagaba desorientado por pedregales incandescentes, bajo un sol de justicia en este amplio desierto. Hacia varios días que no tenia comida y ahora se me acababa el agua.
Cuando de detrás de unas dunas salieron sorprendiéndome unos hombres armados, que dando gritos, para mí incomprensibles, cayeron sobre mis pobres huesos. Se abalanzaron sobre mí, dándome susto y paliza de muerte, que sin saber a cuento de que, propinaron a mi exhausto cuerpo, inmovilizándome sobre la arena. En el forcejeo perdí las sandalias.
Ya se sabe que en tierras de frontera, sean de territorios o pensamientos son zonas peligrosas de transitar, toda precaución es poca, si te pierdes en un descuido, puedes caer en una ciénaga de ideas o ser presa de hombres celosos de conservar estrechos conceptos, como aquellos de la unidad de la patria o lo tuyo y lo mío (lo mío es mío y lo tuyo también). Donde todo vecino es un peligro potencial porque puede que ambicione lo ajeno, igual que yo.
Maniatado con gruesas cuerdas de esparto fui llevado por aquel terreno destripado; era un camino lleno de piedras desiguales que constituían para mis pies descalzos el apoyo más inseguro de aquel suelo pérfido, a rastras, detrás de un caballo, caía y me desollaba vientre, piernas y pies. Había sido hecho prisionero por forajidos del desierto para ser vendido como esclavo.
Caminamos todo el día con apenas unos sorbos de agua, al crepúsculo nos detuvimos en un arroyo seco y pedregoso que formaba una pequeña hondonada ocultándonos de miradas lejanas.
El mundo alberga muchos misterios, como por ejemplo ¿cuales son sus límites? ¿Cuáles sus medidas? A mis captores todas estas cosas no les importaban, eran hombres de otra época, por más que vivieran en un hoy.
Habían vivido toda su vida en una tierra virgen igual que sus padres antes que ellos; aprendiendo a guerrear guerreando a morir o matar, su tiempo era aquí y ahora. Su territorio se extendía desde los hielos del norte a las cenizas del sur, de las sangrientas tierras de levante a las secas praderas de poniente, un mundo con lindes a otros hombres de otros colores y seres que ningún hombre había visto. Pero lo más extraño estaba en sus propios corazones donde anidaba desorientada una fiera perdida.
Se acercaba el rojo final del día cuando nos tumbamos a descansar pero no por mucho tiempo y no sin antes otear hacia la estrella guía por si surgía alguna silueta en el horizonte; nuestros captores no encendieron fuego y tiritamos con el viento del desierto que soplaba frío y estéril de algún impío lugar sin traer noticias de nada en particular.
Mi destino es mi desdicha, como una planta en la superficie del agua, floto siempre en este océano del mundo, sin poder echar nunca raíces... siempre sé a dicho:
-Cada hombre busca su propio destino y el de nadie más.
A noche cerrada entramos en un tortuoso sendero que abordaba con un declive rápido la falda de un cerro. Llegamos a una extraña construcción donde había dos guardias y otro prisionero. Mientras me desataban salió a recibirnos un perro al que le había mordido una serpiente en el cuello, me miraba suplicante, el pobre animal tenía debajo de su mandíbula una monstruosa hinchazón como una bolsa desollada que colgaba de su cuello dándole un aspecto grotesco. Boqueaba por el atascado conducto de su garganta, babeando entre gemidos, puesto que no podía comer ni beber, poco se podía hacer por él, un perro que más que producir temor a la ferocidad despertaba una profunda lastima. Esquivó con experiencia canina la patada que le envió el guardia que estaba conmigo, y se perdió con las ráfagas de viento que penetraban en nuestras almas ululando.
Nos guarecíamos en las ruinas de una cultura antigua, la construcción tenia algunas vigas del techo medio caídas y el piso de la habitación lleno de barro y escombros, nos echamos al raso sobre la arcilla seca del recinto, entre la arena suelta había multitud de fragmentos de cerámica y trozos de madera renegridos y huellas del sadabar, que es el único animal que no crea miedo e inquietud en el hombre (especie de unicornio persa) y de otros animales que lo cruzaban y volvían a cruzar en todas las direcciones, no me extrañó porque los que viajamos por lugares desiertos encontramos en efecto, criaturas que superan toda descripción. En el centro de la estancia habían encendido fuego y el humo, cuando no nos ahogaba, salía por entre el tejado ruinoso.
El otro prisionero era un viejo ciego que silencioso estaba sentado inmóvil como un encantador de serpientes, miraba fijamente el suelo como queriendo traspasarlo.
Decidí romper el silencio que se estaba consumando, y afirmé rotundamente.
-No volveré jamás a Ur.-
El ciego ladeo la cabeza ligeramente, como si quisiera que algo se le cayera del oído.
-¿Por qué?.-
-Porque ya estuve. Dije sin pestañear.
-No tiene sentido.-
-Para mí si, la experiencia única e irrepetible es la más satisfactoria, la única que vale la pena ser vivida.-
-¿Cómo la última?.-
-Exacto, de la que todos sabemos pero ninguno conocemos.-
Y volvimos al ruido de nuestras tripas. No nos dieron nada de comer, asi que por fin, después de una jornada agotadora, nos echamos a dormir como dóciles perros.
Durante el frío de la noche, presa de la resignación, elegí una suave duna para recostarme, más allá del fuego hacia frío, la noche era despejada y las estrellas caían, mirándolas me concentre en una y deje que la helada luna encharcara mi rostro.
Desde una de las vigas nos observaba atentamente un pequeño búho que se agazapaba en silencio cuando cambiaba el peso de pata y fuera se percibían tarántulas en irracionales carreras cortas, lagartos de boca negra, mortales para el hombre y víboras descendientes de deidades misteriosas.
Estábamos bien vigilados.
1º Día.
Una patada en la boca del estómago vacío no es un buen despertar. Pero fue todo el desayuno que recibimos.
Caminamos hasta que nuestra sombra estuvo bajo nuestros pies, el carácter salvaje y desértico de la región en que el azar acababa de asentarme de forma tan extraña, no tardó en herir mi espíritu apaciguado por la monotonía de la marcha; el hambre apareció, mis tripas me lo recordaban, la saliva de mi boca me lo confirmaba, mis piernas dobladas me lo aseveraban, el hambre, el verdadero hambre estaba haciendo presencia. Revolví entre los pliegues de mis ropas y no dejando caer ni uno solo, di caza a algunos minúsculos bichos que llevarme a la boca, poco alimento, pero alimento al fin, la virtud de la necesidad.
Pero... –pensé- en cuanto tenemos un poco de abundancia, surge la arrogancia, el despilfarro, en verdad estamos mal acostumbrados. -¿Por qué para comer y satisfacer nuestro exigente paladar, debamos escoger alimentos que crecen a grandes distancias de los muros de nuestra huerta?
Con un andar lento y penoso el viejo de ojos jabonosos y yo llegamos al sitio donde esperaríamos a los compradores de esclavos. Era un páramo desolado de piedras y arena, a un lado unas grandes rocas entre las cuales, ocultos a la vista de los prisioneros, descansaban nuestros guardianes, al fondo un precipicio cortaba abruptamente la pedregosa planicie, el resto era todo desierto.
Un fuerte empujón nos hizo rodar por tierra, al ciego le quitaron las sandalias, convencidos de que eso evitaría fugas, a mí, no me pudieron sacar las sandalias como a los demás porque ya las había perdido en el momento de mi captura. Me senté en el mismo lugar donde caí, ignorando lo mucho que allí permanecería. Escupí en las plantas de mis pies para calmar el dolor de las heridas.
Lentamente comencé a mirar a mi alrededor y mi corazón que estaba como agua estancada comenzó a agitarse. Éramos allí un grupo que alcanzaba en cantidad, a unos dedos de pies y manos de un miserable ser viviente, hombres somnolientos inmersos en el largo silencio de los derrotados, abriendo las bocas tan sólo para bostezar o maldecir su suerte. Había un grupo apartado y el resto diseminado junto a un promontorio de arena menor que una insignificante duna, claramente era este un sitio donde los pactos eran frágiles.
A mis espaldas apareció un niño repartiendo comida, nos puso delante un humeante guiso de lagarto y ratones servido en cuencos de barro, desde que habíamos sido hechos prisioneros era la primera vez que veíamos algo comestible.
El ciego que estaba frente a mí comía tan ávidamente como yo y a la vez era comido por un enjambre de moscas, las moscas caminaban sobre su rostro impávido y en cada puñado que se llevaba a la boca arrastraba una buena ración de moscas. El mismo niño que había traído la comida recogió todos los cuencos vacíos y se perdió detrás de las rocas.
Solo tres o cuatro guardias nos vigilaban, se repartían alrededor de los prisioneros a prudencial distancia, estaban medios desnudos y algunos vestían colgajos de tela que alguna vez fue ropa, despedían un olor acre-rancio, pero todos llevaban yelmos de cuero rígido, seguramente robados en alguna incursión, eran salvajes embadurnados en arcilla, se rascaban como monos con largas uñas; portaban lanzas, arcos y macanas, nos estudiaban con sus ojos opacos inyectados en sangre con glacial atonía.
Se nos acercó uno de los prisioneros que allí estábamos. Hablaba una lengua ininteligible, por lo visto cada vez que llegaba alguien se acercaba a ver si podía conversar con el nuevo, pero para su desgracia añadida, nadie entendía su idioma; con un insólito acento suave, manso, dúctil, como de amansador de fieras. Llevaba un extraño turbante y olía como un animal de cuatro patas, llamaba la atención que tenia siempre moscas revoloteando alrededor de su cabeza. Después de varios intentos de conversación, desciframos con el ciego, que el mal oliente se llamaba Hmada, y provenía de tribus lejanas de las altas montañas. Se quedó junto a nosotros, mirándonos con ojos inocentes y una expresión aniñada mordiéndose el labio inferior constantemente.
Permanecíamos a la intemperie, atrapados, aquí, en la nada, con la incertidumbre sobre los hombros, removiendo la arena entre los dedos de los pies en el acto inútil e insignificante de mover arena de un lugar a otro en medio de este desierto de humanidad a la espera de ser vendido como esclavo de poco valor.
En un principio desconfié de Hmada, porque la duda debe ser un estado de vigilancia, pero si es permanente y para todo, puede ser un síntoma de estupidez, Hmada era un cuerno de asombros, cuando el sol se desvaneció y se llevó consigo todo aquel cielo rosado y carmesí, extrajo de entre sus ropas un pequeño odre lleno de agua que nos ofreció al ciego y a mí haciéndonos ver que teníamos que beber poco para que durada mucho.
Siempre me sorprendió la capacidad de algunos hombres para adaptarse a los hábitos de los pueblos con los que conviven; no sé si será censurable o digna de alabanza esta peculiaridad de su intelecto; pero demuestran una increíble flexibilidad y ese claro sentido común que poseen para perdonar el mal allí donde reconocen su inevitabilidad.
Esa noche al salir la luna era tan intensa que parecía falsa, se elevó sobre el horizonte y un silencio absoluto se hizo en la extensión, roto en ocasiones por el pequeño ruido de la carrera de un alacrán, muy alimenticio, pero solo si eres más rápido que él a la hora de cogerlo. Durante el frío de la noche Hmada volvió a sorprendernos, se incorporó y se acercó a otros grupos que se habían reunido junto a unas pequeñas lumbres que los guardias al parecer permitían con su indiferencia.
Volvió con una boñiga seca de caballo que apenas ardía, la apoyo con sumo cuidado en el suelo, la rodeo de algunas piedras y sacando más estiércol de distintos animales de debajo de su turbante logró una pequeña hoguera a la que nos acercamos los tres lo máximo posible, poco después apartamos piedras de cenizas y nos dispusimos a dormir boca arriba como los muertos. Estaba claro, el mal oliente y sorprendente compañero de desdichas nos había proporcionado el primer día allí, nada menos que agua y fuego para calentarnos a cambio de nuestra compañía, era más que de agradecer.
La arena se arrastraba en la oscuridad durante toda la noche dando saltitos y entrechocándose como un ejército de pulgas en desbandada, el silencio del paisaje se hizo entonces total.
2º Día.
En silenciosas borrascas de horizonte los relámpagos definían las temblorosas montañas distantes, la región que se extendía ante nosotros estaba inmersa entre nubarrones negros como brea caliente y tinieblas sospechosas. Venían tormentas sucesivas, el aire era frío y olía a piedra mojada.
Sobre el desierto se descargaba la tormenta, pesadas nubes grises de bordes deshilachados eran expulsadas desde el poniente con rapidez, rayos y relámpagos se desplegaban en su feroz libertad. En la lluvia las piedras sucumbían al agua, mojadas las rocas desnudas brillaban como peligrosas corazas, luego mil crujidos se oían de golpe, descargaba una cascada de sonidos resonantes que cubrían el aullido de la tempestad y los gigantes quedaban sepultados.
Comenzó a llover sobre nosotros y las primeras gotas de agua desaparecían rápidamente sobre la arena caliente y por entre las grietas de la memoria. La pesada tormenta aligeraba a nuestros pies, encogidos nos cubrimos con pellejos grasientos a medio curtir, abandonados allí quien sabe por quien, lluvia, cortina de agua al son que tocaba el viento, permanecimos quietos bajo la lluvia durante todo el día, inmóviles bajo la lluvia pertinaz y después granizo y todavía más lluvia. El tiempo se convirtió en un interminable repiqueteo de gotas de agua... y en el largo ocaso rojo las cortinas de agua allá en lo llano parecían balsas de marea de sangre primigenia. El sol se puso y no hizo luna y hacia el lado de levante las montañas no dejaban de estremecerse en un crepitar llameante hasta ser devueltas a la oscuridad y la lluvia siseaba en el ciego país nocturno.
Comencé a darme cuenta que mis harapos abrigaban menos cada invierno que pasaba. Después abrí los ojos y seguí allí tendido, mirando la brillante tela que cubría mis piernas sobre la que murmuraba la lluvia constante. El fulgor de la cercana hoguera agonizaba lentamente y llegaría casi a apagarse a no ser que le acercara las boñigas de camello que tenia entre mis piernas a cubierto de la obstinada lluvia.
Los guardias habían sido reforzados, aparecían como revelaciones de los rayos a distancias iguales a lo largo del perímetro.
Todo el universo se transformó en una noche sonora llena de aullidos, relinchos, ladridos, gritos y aleteos de búhos.
La noche fue fría y el tiempo empeoró al arreciar el viento; quizás era el momento apropiado para reflexionar sobre la locura, mientras con el paso de las nubes, se irisaban por el cielo crueles relámpagos, unos charcos de luz espesa, turbios y viscosos, resplandor que obligaba a mi alma a refugiarse en el centro de sí misma, y, exigía concentrar el pensamiento en una punta de llama aguda y penetrante como una hoja de hierro; de repente, como siempre ocurren las cosas, la lluvia comenzó a mermar y en la quietud, un largo trueno retumbo sobre nuestras cabezas y se extinguió como pasos olvidados en un tiempo vacío.
Las bestias salvajes de la región pronto se quedaron mudas, reinó en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.
3º Día.
La hedionda charca. Recogiendo los troncos. Nos secamos al sol. Tivio.
Por la mañana de ese día había dejado de llover, en el horizonte, entre las nubes sangrientas, la luna se aplaca, el sol triunfa, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de vieja lava. No se sabe cuál de los astros sube, cual desciende.
Los futuros muertos comenzaban a despegarse del suelo y dando tumbos sobre piernas entumecidas se arremolinaban y dispersaban sin sentido ni concierto. Parpadeando como pájaros formaban corros silenciosos en torno a los cadáveres mañaneros.
Ya se sabía, aunque nadie lo había dicho, los prisioneros que recibían un bastonazo sobre sus espaldas sin mediar palabra, eran los encargados de retirar los rígidos troncos de barro y llevarlos hasta el osario fuera del perímetro. El anonimato de los idos tenia una ventaja, nadie podía hablar de ellos, como habitualmente se hace, nos ahorrábamos decir las tonterías y estupideces sobre los meritos y las virtudes que siempre tienen los muertos. Allí solo contaba el número, tantos han llegado, tantos se han ido. La comida toca a más o a menos.
Había bebido tanta agua esa noche que al incorporarme sentí su peso bamboleándose en mis tripas, trataba de mantener el equilibrio cuando vi la llegada de otro huésped, contra su voluntad, apaleado y maltrecho, dos guardianes los empujaron y fue a caer de bruces en medio de una de las charcas, dándose un fuerte golpe en la cabeza contra una piedra, era mayor, de corpulencia considerable, rubio, de movimientos pausados, a las claras extranjero por la forma de llevar los andrajos, por el modo de adoptar poses y posturas, de las cuales diría, que eran de algún pueblo alejado, posiblemente hacia las Hespérides.
Irradiaba confianza y seguridad en sí mismo, le faltaba un ojo, que había sustituido por una pulida piedra de río. Eso hacia inevitable que al estar frente a él el no dejaras de mirarle esa opaca piedra sin iris. Él decía estar acostumbrado al modo en que lo miraban, sonreía y señalando su ojo bueno decía:
–Yo con este veo- y señalando la piedra –con este, sé que veo.
Me acerqué a él y le ayudé a levantarse. Tenía una brecha en la ceja, no parecía importante pero sangraba mucho.
-Es tan solo una pequeña herida.-le dije- intentaré acercarme a las rocas grandes, quizás encuentre telarañas para poder curártela a la manera de los barberos.
-No te preocupes, a los etruscos nos delata el pesimismo y la catástrofe -dijo Tivio con la voz serena que precisa la verdad.
Así fue como conocí a Tivio “el etrusco”. Se vanagloriaba de ser tuerto diciendo orgulloso que lo había perdido, siendo muy joven, en buena lid por una mujer que bien valía la pena.
-Estábamos –contaba- practicando con las armas unos jóvenes elegidos de familias importantes cuando ella paso cerca del campo y uno de mis compañeros dijo unas palabras que a mi oído resultaron ofensivas, le increpé y él haciendo bravuconadas movió su lanza corta hacia mí con tan mala fortuna que me quitó limpiamente el ojo. Ciego de dolor y rabia embestí como un buey con mi daga por delante y maté al imbecil de un solo golpe, ella vino a curarme, y teniendo en cuenta que yo de joven era tan ardiente como un tísico, le demostré rápidamente mi amor por ella. Así conocí a la que después fuera mi esposa, toda una mujer, la más viva y encantadora de cuatro hermanas, cuyos caracteres diferían mucho, la mayor era honesta, la segunda viva, la tercera melancólica, y la menor... no sé como era, nunca reparé en ella, porque era una niña.
Como la última columna de un templo en ruinas, Tivio se quedó silencioso y solitario allí, en medio de la nada, intentado recordar, pero los recuerdos son inciertos y el pasado que fue difiere muy poco del pasado que no fue. Se acercó a un pequeño montículo de piedras entre dos charcas y se sentó en él, cogió barro de una de ellas y se lo puso sobre la herida, en esa postura pensativa se quedó dormido, iluminaba el sol su rostro de cobre viejo. Mientras dormía sus movimientos eran como los de una lucha desesperada, despertó sobresaltado abriendo los ojos grandes como escudillas.
-¿Soñabas? Le pregunté. Me miró más calmado.
–Tal vez.- Dijo mirando al suelo.
El ciego parecía observarnos desde su rincón y en cuanto nos movimos, inclinó la cabeza y escuchó atentamente.
-Los hombres están hechos del polvo de la tierra.-Dijo Tivio.
-¿Es eso una parábola?
-No, es la pura realidad, sino mira a tu alrededor.
Aquello era una pestilente y humeante charca, todos estábamos uniformados por el color del lodo, despidiendo vapor como fetos recién paridos y en aquella quietud vaporosa era el momento ideal elegido por el ciego para rascase el sarro de entre los dientes como deleitándose después de un opíparo desayuno.
-Me caes bien.
-¿Porque?- Dijo Tivio, como si masticara la pregunta.
-Porque eres como la arena.
-Algo de cierto hay, no me quedo quieto.
-¡Sí!. Eres... como la arena, un emigrante de corazón tierno, viaja, pero siempre con la intención de volver. ¿Volverás algún día a tu tierra?.
–No te preocupes, ya verás, como en la vejez sonreiremos al pensar en la vida y en todo lo que ella encierra. ¿Y tu?...
-Yo... en una época fui un peregrino que no sabia si iba o venia... ahora, simplemente no me quejo.
Tivio se incorporó muy despacio, claramente dolorido, ante mis ojos lo descubrí, delgado y frágil, perdido dentro de sus harapos. Se quitó el trapo gris hecho jirones que llevaba por ropa, lo que algún día fuera una toga de lana blanca y quedándose en taparrabos se metió en una de las charcas más profundas, cogió agua fría con las manos y se restregó enérgicamente todo el cuerpo, podían verse claramente sus heridas y magulladuras por la paliza recibida; actuaba con entusiasmo como si un dios morara en su interior.
Salió de la charca y desplegó el enorme semicírculo de tela que llevaba. Y como quien se viste con la indumentaria reglamentaria para los acontecimientos más formales, acometió una ceremonia, un evento de tal magnitud que bien pudiera tomar el nombre de ritual, el rito de engalanarse: se cubrió el hombro izquierdo con una punta de la toga, dejándola caer hacia delante, hasta la cadera; a continuación, hizo pasar el borde recto por la nuca y por debajo del brazo derecho; luego recogió la masa de tela que queda abajo, arreglo los pliegues con cuidado de que quedaran ocultos los agujeros y desgarrones y echó el otro cabo por encima del primero, de modo que colgara por su ancha espalda. Finalmente se enlazó una cuerda a su cintura. Con esa envoltura estaba bien abrigado, y al mismo tiempo le proporcionaba un bolsillo espacioso a la altura del pecho.
3º Día. Otra vez.
Esa mañana hacia buen tiempo y en la tarde el calor se había extendido como una ola, luego, se vieron jirones de nubes en el cielo; cuando el sol se escondió tras las montañas, se había levantado ya el viento y la noche transcurrió sin incidentes.
4º Día.
Cuando levantó la brisa caliente me atacó la arenisca como un ejercito de pulgas en tropel, me despertó y estuve contemplando, al igual que hacia Tivio, aquel cielo de un azul de porcelana donde muy arriba, dos halcones negros, en perfecta simetría, giraban lentamente alrededor del sol, desde lo alto a aquellos vigías mudos de las soledades silvestres, nada se les escapaba, ojos de vigilantes atentos, seguramente pegados a los pasos del viajero solitario, siempre presa fácil.
Tivio estaba sentado sobre un pequeño promontorio y recibió allí, antes que ningún otro ser vivo de aquella cloaca, el calor del sol en su ascensión. Estábamos envueltos en una luz de un rojo mate, emblema de una melancolía solemne y gloriosa; “el etrusco” escupió dejando un punto que duró apenas un instante sobre la tierra reseca. Desplazó con su lengua a un lado la pequeña piedra que tenia en la boca para calmar la sed y se quedo mirándome.
Dialogábamos sin hablar, tan distintos y tan cercanos. Supongo lo ajeno que mi modo de ser le parecería; tanto como a mis ojos, él y su gente, también poseían insoportables y extraños comportamientos, puesto que según me confesó, Tivio era hijo de su hermana.
El paisaje cambiaba con la luz cada vez más brillante y al fondo las montañas meditaban en silueta.
Me incorporé para desentumecer mi esqueleto, arrastrando los pies me acerqué a Tivio y me acuclillé junto a él, ignorando el sol al que le di la espalda; en un instante efímero pude reconocer mi sombra que iba acortándose ante mí sobre el lecho de arena.
-Has visto esos dos halcones como giran. ¿Tu que crees? ¿Qué significa?.
-El vuelo de los pájaros no es igual para todos los hombres. Puede ser una migración de esperanza y gozo de la vida o un nefasto augurio de horror y muerte;
no obstante...
-Esta es una señal- dijo el ciego- mirando el suelo como siempre.
-Y, según tu, ¿Qué tipo de señal es? -inquirió Tivio.
Con sus ojos apagados el ciego oteó el horizonte.
-Si... -murmuro-... es una señal de arriba. Los dioses, ellos lo saben. – Tivio en silencio negaba con la cabeza, nos miramos.
-Es un signo del más allá- dijo el ciego- se manifiesta para dar una señal, que puede ser buena o mala, en este caso para nuestra desgracia es mala.
Me estremecí, aun así me encogí de hombros pero no pude sacudirme el fardo de un malestar demasiado persistente.
-En principio esos halcones vuelan demasiado alto para que sean malos augurios, por otro lado... –dijo Tivio mientras juntaba piedras bastantes grandes y las disponía en circulo a su alrededor, se sentó sobre una de ellas en el centro.
- Es necesario un lugar puro para contemplar el vuelo de las aves y delimitar con bastante exactitud los cuadrantes de donde provienen y a donde se dirigen, entonces distinguiremos a quien o quienes afecta, además hay que prestar oído al canto, con larga experiencia un augures consultará los signos, auspicios, augurios, adivinaciones para poder así interpretar la voluntad divina. No es fácil ni sencillo.
Los halcones sin dejar de dar vueltas se fueron alejando hacia tierras más húmedas.
-Lo que me temía. Dijo Tivio.
-¿Qué ocurre?.-Pregunté.
-Se acaba el siglo.
-¿Cómo lo sabes?.
-No te preocupes, y no tengas miedo, mira, yo ya hace tiempo que le he perdido el miedo a la vida... desde que descubrí que algún día tendría que morir para seguir viviendo.
Tivio hizo una larga pausa, un silencio de reflexión, era el breve momento del recuerdo, paisajes remotos que pasaban por delante y por detrás de sus ojos.
-¡Rohm!.
-¿Sí?.
-Deseo pedirte algo...
-Lo que quieras, amigo.
-...si es que la hay, sobre mi tumba no escribas nada, pues no pretendo como algunos presuntuosos poderosos quedar inmortalizado por medio de la escritura. La escritura es un lujo que no puedo permitirme.
Poco después. Con dificultad, comencé a comprender lo que pretendía decir. Fue cuando a Tivio y a mí, sin darnos cuenta, furtivamente, como en una pesadilla, uno de los hombres armados, de rostro impasible, nos señaló con su maza y como era de esperar, nos tocó esa mañana recoger los restos de uno de los desdichados de esa noche. Nunca imagine tan extraña sensación, era como llevar un saco casi vacío, uno espera un peso más importante y se encuentra con algo tan liviano como hueco.
Cuando llegamos a la orilla del precipicio, del que ya habíamos oído hablar, todo era silencio en el cielo y en la tierra, como en el corazón del hombre que no siente pasión por algo o por alguien. Lanzamos al vacío nuestra desdichada carga provocando el revoloteo de unos pocos buitres que pronto volvieron a posarse con el desgano propio de quien es interrumpido en la laboriosa tarea que les ha sido asignada.
Al borde del cortado nos quedamos entre extasiados y admirados con una revitalizada sensación de puerilidad, de una vuelta a la infancia, recuperando el asombro perdido detrás de lo habitual. Volvíamos a respirar aire limpio, nuestras almas se volvían blancas como el cúmulo de huesos que allí estaban, entrelazados en su danza final.
Restos humanos que se esparcían al fondo de la ladera, allí abajo, extraña mezcla del espanto sumado a la pureza del paisaje, una fosa en la que la tumba era la gran bóveda celeste.
En efecto, dudo que me sea posible ver un panorama así nunca más: a nuestros pies un negro socavón, salpicado por cráneos como perlas, más allá, se extendía un valle donde creímos ver dos ríos que corrían paralelos como dos hilos de plata; una niebla pálida, celeste, resbalaba por él, esquivando los rayos tibios de la mañana en busca de los desfiladeros cercanos.
A diestra y siniestra, las crestas de las montañas, a cuál más alta, se entrecruzaban, dilatadas; en la distancia, más montañas, no había en ellas dos rocas parecidas y en lo alto las nieves ardían para siempre con un fulgor sonrosado tal alegre, tan brillante, que entonces uno comprende porque no se fundían con el sol permaneciendo allí a lo largo de tantas efímeras generaciones.
Asomaba el sol tras una montaña de un azul oscuro, que sólo mi ojo experimentado podía diferenciar de una nube de tormenta; sobre el sol había una franja de un rojo cruento que llamó especialmente la atención de mi compañero que quedó absorto con la visión.
-Volvamos – le dije- no les demos la oportunidad a los guardias que vean como lloramos ante tan magnifico espectáculo.
Retrocedimos unos pasos como hipnotizados, girando lentamente, nos miramos con la complicidad de la experiencia vivida y nos apresuramos a volver a nuestro hueco en la arena.
Tivio se puso a mirar el cielo, como hacia siempre, se acercaban nubarrones y se había levantado viento, la arena volvía a su sitio.
Lentamente me arrodillé a su lado, apliqué la mano en el suelo y escuché el tenue silbido silicio del viento...
Rohm:
- ¿Cómo sabemos que estamos muertos?...
-No lo estaremos hasta que no lleguemos al lugar.
-¿Qué lugar?
-Aquel es un lugar donde solo van los muertos y todo lo que sabemos de tal sitio lo sabemos porque solo nos lo cuentan los muertos. Todo lo que allí abajo se hace tiene ponderada reflexión y nada se deja al arbitrio de la improvisación ni el gusto pasajero ni al capricho de cualquiera, cierto es también es que tienen todo el tiempo del mundo para afrontar los pocos y concienzudos cambios.
Tivio:
Decimos –Están allá abajo- ¿pero estamos seguros? ¿Quién quiere estar quieto y tendido en la oscuridad? Pocas veces bajamos a comprobarlo. “Están halla abajo” y no nos queda más que creérnoslo.
Rohm:
–Lo que sí me atrevo a profetizar, es que todos, absolutamente todos, en algún momento vamos a morir. De eso si que estoy seguro, de lo que ya dudo es que llegado el momento, lo sepamos.
Tivio:
-Llega un momento en la vida en que de la gente que uno ha conocido son más los muertos que los vivos y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: En todas las caras nuevas que encuentro, imprimo los viejos calcos, para cada una encuentro una mascara que se le adapte mejor. Y entonces, es una cara que me mira como para hacerse reconocer, como para reconocerme, como si me hubiera reconocido. Yo también seré para él algún conocido que ha fallecido. Esa es la señal de que yo también estoy muerto.
En el borde del mundo un crepúsculo azul de sombra, frío, oscuro y resistente; presagió la noche. Perros de dudosa casta aullaban lastimeramente. Alguien supuso que la húmeda noche era la más propicia para los intentos de fuga.
5º Día.
... aquella mañana no hubo sol, solo una palidez en la bruma. Estábamos en una caldera siniestra envueltos por un amanecer gris y pegajoso donde la niebla sabia a metal. Rodeado por seres surgidos de la nada y condenados al anonimato, mudos en si mismos, errando en círculos como mulas en la muela, pálidos de polvo en cantidad de cuatro manos, pertenecientes a ninguna época.
Aquella humedad grisásea, aquella luz filtrada, glauca y de un amarillo suave parecía brotar de una espesura marina. Anegaba con una capa uniformemente cálida las regiones inferiores de la planicie en la que estábamos; pero no duraría mucho, porque el desierto tiene la inteligencia de la sequedad, la tozudez de las moscas y sobre todo es rápidamente higiénico, al contrario que la selva, que se alimenta como las hienas de carroña, podredumbre y descomposición.
Tras los estremecedores sucesos de la noche anterior permanecíamos sumergidos en la humedad matinal, mortaja gris, a la espera de nada; sin embargo, algo se movía. Eran las primeras líneas de calor, el aire caliente, conocedor de su oficio, comenzaba a reptar.
Todos, prisioneros y guardias, mirábamos como a lo lejos, un gran torbellino silencioso se acercaba, silencio solo roto por una especie de aullido silbante que traía el viento caliente como gritos de rabia en su agonía.
Yo también pude ver esa cosa destructora pasar junto a mí dando tumbos como ebrio y disolverse entre los elementos de donde había surgido. Dijeron haber oído hablar de peregrinos que habían sido arrebatados hacia lo alto en aquellas absorbentes espirales para luego caer sangrantes y destrozados en el lecho del desierto.
No era una tormenta de arena de las que duran varios días, de las que no dejan respirar y con la arena que ciega, donde todo se detiene. Este era un viento grosero, soplaba y ululaba anticipándose al remolino que se precipitaba entre dunas onduladas serpenteando como reptil por los medanos con matojos y espinos resecos.
Alejándose en la llanura, primero fue el sonido y luego la forma disolviéndose en el calor que despedía la arena, hasta que fue un punto en el vacío y luego nada más. En mi estirado tiempo de vida, esta fue la única vez que vivía tal experiencia.
Cuando se recuperó la calma, nada se movía en aquel paisaje, todo mortal parecía ausente de aquellas comarcas solitarias, fue entonces cuando la falta de viento aumentó la sensación de desamparo que cargábamos y terminó por encoger el alma de los infortunados que allí estábamos, sufragando la única indignidad que habíamos cometido, el delito de estar vivos.
Hacia levante las montañas formaban un zócalo negro entre el cielo y la tierra, aquellas montañas se recortaban contra el cielo en sus menores detalles, un aire vivo animaba un poco nuestros espíritus, había quedado un cielo luminoso y como argentado, la fiesta del sol parecía extenderse sobre el horizonte prestando a los perfiles nítidos de aquellas montañas una especie de majestad.
En esta incierta espera, el llano vibraba a la luz estriada del crepúsculo. Los cuatro nos arrebujábamos junto al fuego cuando yo, para iniciar una conversación dije:
-Tengo mi opinión sobre el universo mundo y todo lo demás...
La conversación murió antes de nacer, un codazo de Hmada hizo que me callara y mi atención fue para donde él miraba. A distancia de una maza, vi aparecer una rata y como quien, disimuladamente, mira de reojo, permanecí quieto dejándola acercar para abatirla en un suspiro. Le di un puñetazo certero en la cabeza, que la dejo atontada.
-¡Bien!- exclamó el ciego, enardecido.
Hmada, rápido, la cogió del rabo y la aporreó hábilmente contra un pedrusco, rematándola, le clavó las uñas de sus dedos gordos y la abrió como si fuera una fruta madura, arrancó sus tripas y golpeándola con una piedra contra otra, separó la cabeza del cuerpo; lo, digamos, comestible, lo echó al fuego que rodeábamos, y el resto lo enterró en la arena.
Tivio no quiso comer, lo poco y duro que había para roer después de quitarle la piel chamuscada estaba muy sabroso, otra vez gracias a Hmada, que extrajo de entre sus ropas, no se sabe de donde, unos granos de sal que agregó al convite. Todo transcurrió en silencio y con movimientos suaves y pausados, no era cuestión de llamar la atención. Tivio una vez mas tenía razón, la muerte era vida que alimenta a la vida, en este caso con forma de pequeña ración.
Hmada se levantó y se perdió en la oscuridad en una de sus correrías nocturnas. El ciego dormía tan cerca del fuego que seguramente soñaría con el sol.
En noche ya cerrada fue como si las estrellas se precipitaran contra nosotros desde lo alto. Fugazmente aparecieron, nos envolvieron a Tivio y a mí un enjambre de luciérnagas titilando que giraban lenta y amablemente alrededor de nuestras cabezas, como inquiriendo preguntas infinitas sin contestar. Tivio me tranquilizó diciéndome que no me preocupara, puesto que eran almas de sus antepasados que de tanto en tanto lo visitaban para que comprendiera que no estaba solo en este mundo y que anhelaban con impaciencia el momento en que él también se reuniera con ellos.
Me invade una emoción contradictoria, una sensación, mezcla de aire frío de la noche y el calor que aún conservaba la arena en la que estábamos sentados. Viendo aquellas luces frías palpitando a nuestro alrededor, acudían a mi cabeza miles de preguntas sobre nosotros y nuestra pobre existencia. ¿El futuro, siempre el futuro? Vi el rostro de Tivio iluminado de un resplandor fantasmal, según la ubicación de las luciérnagas iba cambiando su rostro, cara por cara vi pasar las imágenes de cada uno de sus antepasados.
Al frente la luna blanca palpitaba con nuestros diálogos nocturnos.
6º Día.
...a la luz que crecía por levante las fogatas se iban esfumando como una pesadilla que se apaga y el mundo apareció desnudo y reluciente en el aire puro...
Fue cuando vimos una polvareda que se acercaba y más tarde escuchamos voces de hombres y bestias detrás de las rocas, ruidos de choques de armas y griterío que callaba y volvía a comenzar, se había incorporado más gente al grupo de nuestros captores, pero no podíamos verlos.
De forma inevitable como una polilla se quema en la antorcha, llegó la incertidumbre de nuestro futuro, el futuro, siempre el futuro.
Venida de quien sabe donde, una idea atravesó mi frente, la idea se me acercó como el rumor de unos pasos, resonó entonces en el fondo del cerebro como una señal largo tiempo codiciada.
La curiosidad de saber que había detrás de las rocas era muy fuerte y contaba con el momento de mayor calor como aliado, ya buscaría un pretexto, para utilizarlo si era sorprendido, aunque dudaba que me sirviera de algo.
Decidí acercarme a ver que ocurría... era en el soplo más caluroso de la tarde, me arrastré envolviéndome las manos con parte de mi túnica porque el suelo no se podía tocar de la forma en que ardía, pero nada más alcanzar las primeras piedras grandes intuí algo, me di media vuelta y detrás de mí me seguía con mayor habilidad, Hmada que por lo visto ya había realizado otras incursiones anteriormente, de allí las boñigas y el agua.
Dos tiendas, un par de fogatas, tres caballos, unos camellos, un pequeño rebaño de cabras atadas a estacas, tres mujeres, una mayor y dos jóvenes, dos niños, el que nos traía la comida y uno pequeño, montones de desperdicios desperdigados por doquier; este era el campamento de nuestros captores.
Hombres armados junto a unos animales, eran los recién llegados, a la espera de... se produjo un revuelo de todos cuando alguien salió de una de las tiendas acompañado de los guardias que ya conocíamos y se dirigió hacia las rocas que estábamos nosotros... no nos vieron, quietos y agazapados; vimos y escuchamos.
Apareció el jefe de aquella tropa del horror, era como el espanto que produce el insostenible resplandor de una espada en el instante de su descargada. Durante un momento toda su presencia sobrehumana iluminaba aquel paisaje de muerte con su tormentosa y mórbida realeza, acompañado por acólitos de rostros inmutables, miasmas reales. Se subió a una de las piedras, adopto una postura de una rigidez enfermiza, desorbitados los ojos, tiesos y mudos; arengando a nuestros guardianes con una voz áspera, ronca y gutural que nunca olvidaré. La horrible violencia de aquella naturaleza salvaje impactó en mi alma como el choque de una abeja contra un escudo.
Estallaron en mi interior sombríos presentimientos.
Los guardias elegidos pasaron de uno en uno frente a aquel demonio.
Llamó al primero y le dio esta orden:
Dijo al segundo:
Dijo al tercero:
Al cuarto le dijo:
Dijo al quinto:
Al sexto le ordenó:
Al séptimo lo llenó con veneno de víbora:
Después de que Anu hubo fijado los destinos de todos los Servidores, intimidó al resto diciéndoles:
Todos rugieron en el hervor del sol. Saltó sobre su cabalgadura, la espoleó sin mirar atrás. Se alejó por la infinidad de piedras y arena, e instantes después el sonido incesante del viento se dejaba oír como un silbido de víbora.
Las únicas manifestaciones de vida en aquellos parajes eran unas largas hierbas grises cuyas matas canijas y silbantes se aferraban en desorden a los montículos de arena y se aglutinaban a capricho de las ráfagas del viento como una cabellera anegada de agua.
El siniestro y su cortejo se perdían con los pasos monótonos y ahogados de su caballo en la arena, parecía ser la señal de vida o de muerte que todavía animase aquel desierto.
Volvimos llenos de vacuidad invirtiendo la dirección del laberinto. Su majestad, la maldad, hacia presencia en nuestras vidas para saborear la angustia del azar y provocar la desazón, comprendimos por que el viento a veces se lamenta y otras llora en silencio.
Cuando Hmada y yo nos acercamos a nuestro sitio arrastrando la tristeza en el fondo de nuestras almas, encontramos a Tivio derrochando animo y vida que comenzaba a contarle al ciego una de sus historias donde a la vida le sigue la vida.
A los habituales se nos unieron otros infelices para escuchar a Tivio. Hmada prestaba atención como si entendiera, absorto seguía el relato.
-Un profeta nigromante, muy anciano, ofrecía sacrificios, vestía misteriosas vestiduras sacerdotales y oficiaba el culto, conocedor a la perfección del ritual, se lo transmitió a otro antes de morir. Cuando llego el momento, este último condujo a un reducido grupo de fieles al bosque, al lugar preciso, y celebro la ceremonia según el rito exacto. Después de lo cual, todos regresaron a sus casas...
Una faja de nubes sobre el horizonte se desplegaba del lado de poniente, se difundía la única magia del día en todo su vigor.
-Pasaron los años. Cuando, treinta años más tarde, volvió a llegar el momento de la ceremonia, el profeta ya había muerto. Solo quedaban tres o cuatro fieles con vida de la última ceremonia, los cuales de fueron al bosque con algunos novatos y otro profeta. Una vez en el bosque les fue difícil recordar el lugar exacto. Dieron vueltas por distintos claros sin acertar a elegir. Finalmente escogieron un sitio sin estar seguros de que fuera el correcto, celebraron la ceremonia según el ritual y volvieron a sus casas...
Fuimos interrumpidos por los gritos de uno de los guardianes que el día anterior había tomado gotas de mercurio para purgarse, se retorcía como si en sus entrañas albergara bestias secretas. Al ocaso vimos como su cuerpo era arrastrado por uno de sus compañeros cogido de un tobillo, su cabeza rebotaba al encuentro de alguna que otra piedra dando una sensación laxamente grotesca.
La noche había caído casi por entero, el ciego tumbado sobre el barro dormía en la postura de un animal sorprendido por una fatiga repugnante y se estremecía por momentos sin querer. La noche nos tenía cercados y no había estrellas. Quietos en la oscuridad, sentimos que, aparte de nosotros, todo estaba muerto.
7º Día.
El desenlace.
El sol nos aplastaba sobre la tórrida planicie, un calor intenso nos abrasaba, usábamos nuestras túnicas como tiendas, empujándolas con un dedo, a un palmo de nuestras cabezas, intentábamos superar el sopor y no quedarnos dormidos para no caer sobre la arena caliente, Hmada se había quedado sin agua. No teníamos ningún alivio. Nadie se movía.
A la hora en que las sombras se alargan arrastrándose, Tivio reinició su relato. Un presentimiento recorrió mi espalda, Tivio no se podía sostener sentado. Se recostó sobre mí. Lo cogí por debajo de sus axilas e incorporándolo un poco lo acerqué al calor del pobre fuego que teníamos a nuestros pies.
-Treinta años más tarde, solo quedaban algunos de los novatos con vida. Bajo la dirección de un nuevo maestro, acompañados por un grupo de jóvenes, volvieron a dirigirse al bosque. Esta vez les fue imposible reconocer siquiera un claro. Todo había cambiado, todo se enmarañaba en sus memorias. Incluso el rito de la ceremonia les parecía incierto, impreciso. ¿Había que pronunciar aquella plegaria? ¿Cómo eran los sacrificios? Ya no lo sabían. Lo hicieron lo mejor que pudieron y regresaron al pueblo...
Con un pie Tivio removió las ascuas de la tímida fogata que nos hacia grata compañía, el fuego despedía chispas que el viento se llevaba en volantas.
-Treinta años más tarde, formamos un nuevo grupo, guiados por un nuevo maestro, nos adentramos en el bosque. Habíamos oído hablar de una importante ceremonia que allí se celebraba antaño. ¿Que día? No lo sabíamos con exactitud. ¿En que lugar? ¿De que forma? Imposible decirlo con certeza. El nuevo profeta y los jóvenes fieles erraron por el bosque durante mucho tiempo, bajo la lluvia, sin celebrar la ceremonia, y luego regresamos. Volvimos derrotados a reunirnos en la plaza.
Desanimado le dije a Tivio.
–Si lo habéis olvidado todo, la próxima vez no valdrá la pena ni regresar al bosque.
-Es verdad- dijo Tivio - hemos olvidado todos los detalles de la ceremonia. Pero no todo esta perdido. Seguimos teniendo un buen motivo para sentirnos satisfechos.
-¿Por qué deberías estarlo?- pregunté.
Tivio tiritando, me lo explicó:
-Porque siempre podremos contar la historia.
Echó un hediondo eructo sobre mi cara y un estertor recorrió su cuerpo, dilató todos sus músculos y entonces quedó sobre mis brazos el lacónico peso muerto de un cadáver amigo, todo el cielo parecía alterado, la noche cayó repentinamente sobre la tierra vespertina y pequeñas aves grises pasaron piando flojo en pos del sol que huía.
Habían transcurrido siete días y la tierra estaba hecha.