1º Día.

Amanece. El hambre. El lugar. Nos dieron de comer. Hmada.

Una patada en la boca del estómago vacío no es un buen despertar. Pero fue todo el desayuno que recibimos.

Caminamos hasta que nuestra sombra estuvo bajo nuestros pies, el carácter salvaje y desértico de la región en que el azar acababa de asentarme de forma tan extraña, no tardó en herir mi espíritu apaciguado por la monotonía de la marcha; el hambre apareció, mis tripas me lo recordaban, la saliva de mi boca me lo confirmaba, mis piernas dobladas me lo aseveraban, el hambre, el verdadero hambre estaba haciendo presencia. Revolví entre los pliegues de mis ropas y no dejando caer ni uno solo, di caza a algunos minúsculos bichos que llevarme a la boca, poco alimento, pero alimento al fin, la virtud de la necesidad.

Pero... –pensé- en cuanto tenemos un poco de abundancia, surge la arrogancia, el despilfarro, en verdad estamos mal acostumbrados. -¿Por qué para comer y satisfacer nuestro exigente paladar, debamos escoger alimentos que crecen a grandes distancias de los muros de nuestra huerta?

Con un andar lento y penoso el viejo de ojos jabonosos y yo llegamos al sitio donde esperaríamos a los compradores de esclavos. Era un páramo desolado de piedras y arena, a un lado unas grandes rocas entre las cuales, ocultos a la vista de los prisioneros, descansaban nuestros guardianes, al fondo un precipicio cortaba abruptamente la pedregosa planicie, el resto era todo desierto.

Un fuerte empujón nos hizo rodar por tierra, al ciego le quitaron las sandalias, convencidos de que eso evitaría fugas, a mí, no me pudieron sacar las sandalias como a los demás porque ya las había perdido en el momento de mi captura. Me senté en el mismo lugar donde caí, ignorando lo mucho que allí permanecería. Escupí en las plantas de mis pies para calmar el dolor de las heridas.

Lentamente comencé a mirar a mi alrededor y mi corazón que estaba como agua estancada comenzó a agitarse. Éramos allí un grupo que alcanzaba en cantidad, a unos dedos de pies y manos de un miserable ser viviente, hombres somnolientos inmersos en el largo silencio de los derrotados, abriendo las bocas tan sólo para bostezar o maldecir su suerte. Había un grupo apartado y el resto diseminado junto a un promontorio de arena menor que una insignificante duna, claramente era este un sitio donde los pactos eran frágiles.

A mis espaldas apareció un niño repartiendo comida, nos puso delante un humeante guiso de lagarto y ratones servido en cuencos de barro, desde que habíamos sido hechos prisioneros era la primera vez que veíamos algo comestible.

El ciego que estaba frente a mí comía tan ávidamente como yo y a la vez era comido por un enjambre de moscas, las moscas caminaban sobre su rostro impávido y en cada puñado que se llevaba a la boca arrastraba una buena ración de moscas. El mismo niño que había traído la comida recogió todos los cuencos vacíos y se perdió detrás de las rocas.

Solo tres o cuatro guardias nos vigilaban, se repartían alrededor de los prisioneros a prudencial distancia, estaban medios desnudos y algunos vestían colgajos de tela que alguna vez fue ropa, despedían un olor acre-rancio, pero todos llevaban yelmos de cuero rígido, seguramente robados en alguna incursión, eran salvajes embadurnados en arcilla, se rascaban como monos con largas uñas; portaban lanzas, arcos y macanas, nos estudiaban con sus ojos opacos inyectados en sangre con glacial atonía.

Se nos acercó uno de los prisioneros que allí estábamos. Hablaba una lengua ininteligible, por lo visto cada vez que llegaba alguien se acercaba a ver si podía conversar con el nuevo, pero para su desgracia añadida, nadie entendía su idioma; con un insólito acento suave, manso, dúctil, como de amansador de fieras. Llevaba un extraño turbante y olía como un animal de cuatro patas, llamaba la atención que tenia siempre moscas revoloteando alrededor de su cabeza. Después de varios intentos de conversación, desciframos con el ciego, que el mal oliente se llamaba Hmada, y provenía de tribus lejanas de las altas montañas. Se quedó junto a nosotros, mirándonos con ojos inocentes y una expresión aniñada mordiéndose el labio inferior constantemente.

Permanecíamos a la intemperie, atrapados, aquí, en la nada, con la incertidumbre sobre los hombros, removiendo la arena entre los dedos de los pies en el acto inútil e insignificante de mover arena de un lugar a otro en medio de este desierto de humanidad a la espera de ser vendido como esclavo de poco valor.

En un principio desconfié de Hmada, porque la duda debe ser un estado de vigilancia, pero si es permanente y para todo, puede ser un síntoma de estupidez, Hmada era un cuerno de asombros, cuando el sol se desvaneció y se llevó consigo todo aquel cielo rosado y carmesí, extrajo de entre sus ropas un pequeño odre lleno de agua que nos ofreció al ciego y a mí haciéndonos ver que teníamos que beber poco para que durada mucho.

Siempre me sorprendió la capacidad de algunos hombres para adaptarse a los hábitos de los pueblos con los que conviven; no sé si será censurable o digna de alabanza esta peculiaridad de su intelecto; pero demuestran una increíble flexibilidad y ese claro sentido común que poseen para perdonar el mal allí donde reconocen su inevitabilidad.

Esa noche al salir la luna era tan intensa que parecía falsa, se elevó sobre el horizonte y un silencio absoluto se hizo en la extensión, roto en ocasiones por el pequeño ruido de la carrera de un alacrán, muy alimenticio, pero solo si eres más rápido que él a la hora de cogerlo. Durante el frío de la noche Hmada volvió a sorprendernos, se incorporó y se acercó a otros grupos que se habían reunido junto a unas pequeñas lumbres que los guardias al parecer permitían con su indiferencia.

Volvió con una boñiga seca de caballo que apenas ardía, la apoyo con sumo cuidado en el suelo, la rodeo de algunas piedras y sacando más estiércol de distintos animales de debajo de su turbante logró una pequeña hoguera a la que nos acercamos los tres lo máximo posible, poco después apartamos piedras de cenizas y nos dispusimos a dormir boca arriba como los muertos. Estaba claro, el mal oliente y sorprendente compañero de desdichas nos había proporcionado el primer día allí, nada menos que agua y fuego para calentarnos a cambio de nuestra compañía, era más que de agradecer.

La arena se arrastraba en la oscuridad durante toda la noche dando saltitos y entrechocándose como un ejército de pulgas en desbandada, el silencio del paisaje se hizo entonces total.