4º Día.

Halcones negros. Augurios. El osario. El último etrusco. De cómo sabemos que estamos muertos. Intento de fuga.


Cuando levantó la brisa caliente me atacó la arenisca como un ejercito de pulgas en tropel, me despertó y estuve contemplando, al igual que hacia Tivio, aquel cielo de un azul de porcelana donde muy arriba, dos halcones negros, en perfecta simetría, giraban lentamente alrededor del sol, desde lo alto a aquellos vigías mudos de las soledades silvestres, nada se les escapaba, ojos de vigilantes atentos, seguramente pegados a los pasos del viajero solitario, siempre presa fácil.

Tivio estaba sentado sobre un pequeño promontorio y recibió allí, antes que ningún otro ser vivo de aquella cloaca, el calor del sol en su ascensión. Estábamos envueltos en una luz de un rojo mate, emblema de una melancolía solemne y gloriosa; “el etrusco” escupió dejando un punto que duró apenas un instante sobre la tierra reseca. Desplazó con su lengua a un lado la pequeña piedra que tenia en la boca para calmar la sed y se quedo mirándome.

Dialogábamos sin hablar, tan distintos y tan cercanos. Supongo lo ajeno que mi modo de ser le parecería; tanto como a mis ojos, él y su gente, también poseían insoportables y extraños comportamientos, puesto que según me confesó, Tivio era hijo de su hermana.

El paisaje cambiaba con la luz cada vez más brillante y al fondo las montañas meditaban en silueta.

Me incorporé para desentumecer mi esqueleto, arrastrando los pies me acerqué a Tivio y me acuclillé junto a él, ignorando el sol al que le di la espalda; en un instante efímero pude reconocer mi sombra que iba acortándose ante mí sobre el lecho de arena.

-Has visto esos dos halcones como giran. ¿Tu que crees? ¿Qué significa?.
-El vuelo de los pájaros no es igual para todos los hombres. Puede ser una migración de esperanza y gozo de la vida o un nefasto augurio de horror y muerte;
no obstante...
-Esta es una señal- dijo el ciego- mirando el suelo como siempre.
-Y, según tu, ¿Qué tipo de señal es? -inquirió Tivio.

Con sus ojos apagados el ciego oteó el horizonte.
-Si... -murmuro-... es una señal de arriba. Los dioses, ellos lo saben. – Tivio en silencio negaba con la cabeza, nos miramos.
-Es un signo del más allá- dijo el ciego- se manifiesta para dar una señal, que puede ser buena o mala, en este caso para nuestra desgracia es mala.

Me estremecí, aun así me encogí de hombros pero no pude sacudirme el fardo de un malestar demasiado persistente.

-En principio esos halcones vuelan demasiado alto para que sean malos augurios, por otro lado... –dijo Tivio mientras juntaba piedras bastantes grandes y las disponía en circulo a su alrededor, se sentó sobre una de ellas en el centro.
- Es necesario un lugar puro para contemplar el vuelo de las aves y delimitar con bastante exactitud los cuadrantes de donde provienen y a donde se dirigen, entonces distinguiremos a quien o quienes afecta, además hay que prestar oído al canto, con larga experiencia un augures consultará los signos, auspicios, augurios, adivinaciones para poder así interpretar la voluntad divina. No es fácil ni sencillo.

Los halcones sin dejar de dar vueltas se fueron alejando hacia tierras más húmedas.
-Lo que me temía. Dijo Tivio.
-¿Qué ocurre?.-Pregunté.
-Se acaba el siglo.
-¿Cómo lo sabes?.

-Yo soy el último etrusco y conmigo todo termina, yo no tengo descendientes, hace tiempo que mi mujer y mis hijos ya no están, desde que la peste cabalgó por mi casa por eso sé que soy el último etrusco. Toda raza o pueblo algún día tarde o temprano se termina. Es la ley y hay que cumplirla, tribus enteras olvidan quienes fueron y eso si que es la muerte, la falta de memoria de las personas y de los pueblos si que es el fin.

Civilizaciones nuevas nos suplantaran con otros aciertos y otros errores, solo deseo que perdure la mirada con un encanto, quizá ingenuo, casi infantil, de la armonía del hombre con la naturaleza de la que el forma parte y no le es ajena... la muerte no existe, es tan solo la renovación, del tiempo, por la cual seguimos aspirando a la vida.

-Me das miedo- Dije.
-No te preocupes, y no tengas miedo, mira, yo ya hace tiempo que le he perdido el miedo a la vida... desde que descubrí que algún día tendría que morir para seguir viviendo.

Tivio hizo una larga pausa, un silencio de reflexión, era el breve momento del recuerdo, paisajes remotos que pasaban por delante y por detrás de sus ojos.
-¡Rohm!.
-¿Sí?.
-Deseo pedirte algo...
-Lo que quieras, amigo.
-...si es que la hay, sobre mi tumba no escribas nada, pues no pretendo como algunos presuntuosos poderosos quedar inmortalizado por medio de la escritura. La escritura es un lujo que no puedo permitirme.

Poco después. Con dificultad, comencé a comprender lo que pretendía decir. Fue cuando a Tivio y a mí, sin darnos cuenta, furtivamente, como en una pesadilla, uno de los hombres armados, de rostro impasible, nos señaló con su maza y como era de esperar, nos tocó esa mañana recoger los restos de uno de los desdichados de esa noche. Nunca imagine tan extraña sensación, era como llevar un saco casi vacío, uno espera un peso más importante y se encuentra con algo tan liviano como hueco.

Cuando llegamos a la orilla del precipicio, del que ya habíamos oído hablar, todo era silencio en el cielo y en la tierra, como en el corazón del hombre que no siente pasión por algo o por alguien. Lanzamos al vacío nuestra desdichada carga provocando el revoloteo de unos pocos buitres que pronto volvieron a posarse con el desgano propio de quien es interrumpido en la laboriosa tarea que les ha sido asignada.

Al borde del cortado nos quedamos entre extasiados y admirados con una revitalizada sensación de puerilidad, de una vuelta a la infancia, recuperando el asombro perdido detrás de lo habitual. Volvíamos a respirar aire limpio, nuestras almas se volvían blancas como el cúmulo de huesos que allí estaban, entrelazados en su danza final.

Restos humanos que se esparcían al fondo de la ladera, allí abajo, extraña mezcla del espanto sumado a la pureza del paisaje, una fosa en la que la tumba era la gran bóveda celeste.

En efecto, dudo que me sea posible ver un panorama así nunca más: a nuestros pies un negro socavón, salpicado por cráneos como perlas, más allá, se extendía un valle donde creímos ver dos ríos que corrían paralelos como dos hilos de plata; una niebla pálida, celeste, resbalaba por él, esquivando los rayos tibios de la mañana en busca de los desfiladeros cercanos.

A diestra y siniestra, las crestas de las montañas, a cuál más alta, se entrecruzaban, dilatadas; en la distancia, más montañas, no había en ellas dos rocas parecidas y en lo alto las nieves ardían para siempre con un fulgor sonrosado tal alegre, tan brillante, que entonces uno comprende porque no se fundían con el sol permaneciendo allí a lo largo de tantas efímeras generaciones.

Asomaba el sol tras una montaña de un azul oscuro, que sólo mi ojo experimentado podía diferenciar de una nube de tormenta; sobre el sol había una franja de un rojo cruento que llamó especialmente la atención de mi compañero que quedó absorto con la visión.
-Volvamos – le dije- no les demos la oportunidad a los guardias que vean como lloramos ante tan magnifico espectáculo.

Retrocedimos unos pasos como hipnotizados, girando lentamente, nos miramos con la complicidad de la experiencia vivida y nos apresuramos a volver a nuestro hueco en la arena.

Tivio se puso a mirar el cielo, como hacia siempre, se acercaban nubarrones y se había levantado viento, la arena volvía a su sitio.

Lentamente me arrodillé a su lado, apliqué la mano en el suelo y escuché el tenue silbido silicio del viento...

Rohm:
- ¿Cómo sabemos que estamos muertos?...

Ciego:
-No lo estaremos hasta que no lleguemos al lugar.

Rohm:
-¿Qué lugar?

Ciego:
-Aquel es un lugar donde solo van los muertos y todo lo que sabemos de tal sitio lo sabemos porque solo nos lo cuentan los muertos. Todo lo que allí abajo se hace tiene ponderada reflexión y nada se deja al arbitrio de la improvisación ni el gusto pasajero ni al capricho de cualquiera, cierto es también es que tienen todo el tiempo del mundo para afrontar los pocos y concienzudos cambios.

Tivio:
Decimos –Están allá abajo- ¿pero estamos seguros? ¿Quién quiere estar quieto y tendido en la oscuridad? Pocas veces bajamos a comprobarlo. “Están halla abajo” y no nos queda más que creérnoslo.

Rohm:
–Lo que sí me atrevo a profetizar, es que todos, absolutamente todos, en algún momento vamos a morir. De eso si que estoy seguro, de lo que ya dudo es que llegado el momento, lo sepamos.

Tivio:
-Llega un momento en la vida en que de la gente que uno ha conocido son más los muertos que los vivos y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: En todas las caras nuevas que encuentro, imprimo los viejos calcos, para cada una encuentro una mascara que se le adapte mejor. Y entonces, es una cara que me mira como para hacerse reconocer, como para reconocerme, como si me hubiera reconocido. Yo también seré para él algún conocido que ha fallecido. Esa es la señal de que yo también estoy muerto.


En el borde del mundo un crepúsculo azul de sombra, frío, oscuro y resistente; presagió la noche. Perros de dudosa casta aullaban lastimeramente. Alguien supuso que la húmeda noche era la más propicia para los intentos de fuga.

Fue cuando todos oímos el estruendo opaco de una roca cayendo por alguna parte de la espantosa oscuridad en el interior del mundo. Un erizante grito, ruido de huesos rotos, luego quejumbrosos gemidos, por fin, se derramó un hosco silencio. Del precipicio nos llegaba un polvo que flotaba en el vació cual humo de praderas abrasadas. Dentro del silencio, la calma se volvió a posar en el suelo. Uno de los centinelas se acercó al osario...
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